uando le pegó el dolor, David Bowie estaba cantando una canción llamada «Reality». Era sólo un concierto más dentro de una gira que se había alargado un poco y lo había llevado a un estadio techado en una agobiante y calurosa noche de Praga, en junio de 2004. «Reality», el tema que daba título a su disco del año anterior, trataba sobre enfrentar la propia mortalidad y dejar las ilusiones a un costado, y a los 57 años, Bowie se había mantenido ocupado haciendo justamente eso. No bebía alcohol y, finalmente, había dejado de fumar. Estaba tomando medicamentos para bajar el colesterol, y entrenaba con un preparador físico. Esa noche, como siempre, parecía eternamente joven, se lo veía bien, de una manera extraterrestre: delgado, con un cabello rubio ligeramente largo cayéndole sobre la frente, una bufanda fluorescente alrededor del cuello. Pero, de pie en el escenario, aullando frases como «ahora mi muerte es más que una canción triste» -una referencia a su oscura versión de «La Mort», de Jacques Brel, de la época de Ziggy Stardust-, de pronto se sintió sin aire.

Bowie se agarró de los hombros y del pecho, y dejó de cantar las últimas palabras de la canción.

«Me miraba por encima del hombro», recuerda la bajista Gail Ann Dorsey, «y estaba pálido, casi transparente. La camisa le chorreaba. Y estaba parado ahí, sin cantar. Podía ver cómo cambiaban las expresiones del público en la primera fila, de felices a casi preocupados». Un guardaespaldas subió al escenario rápidamente y ayudó a Bowie a salir.

De algún modo logró volver para un par de canciones más aquella noche, antes de ver a un médico que le diagnosticó equivocadamente un nervio pinzado en el hombro, y le prescribió unos relajantes musculares. Inestable, Bowie se esforzó y dio otro recital en un festival en Alemania, dos días después, que terminó con la última versión de «Ziggy Stardust» que cantó en vivo. Afinó todas las notas, bajó las escaleras del escenario e inmediatamente se cayó. En un hospital local los doctores se dieron cuenta de que tenía una arteria tapada en el corazón, y le hicieron una cirugía de emergencia.

Esa noche marcó, esencialmente, el final de David Bowie como figura pública. Nunca más salió de gira, nunca más dio una entrevista extensa. Se volvió tan reservado que llegó a reprender a uno de sus colaboradores más cercanos, Tony Visconti, por revelar que veían comedias británicas en las pausas de sus grabaciones. Para cuando reemergió por sorpresa en 2013 con su primer disco en una década, The Next Day, había logrado una hazaña que ninguna otra estrella de rock había podido manejar, recuperando toda la mística exultante de sus años más explosivos, e incluso más. Era una leyenda, un fantasma viviente, escondido en plena luz del día, llevando a su hija a la escuela, viajando en taxis, haciendo ejercicio junto a seres humanos comunes en gimnasios de Manhattan y en el norte de Nueva York, en Woodstock. Con su familia, dijo, era David Jones, la persona que había sido antes de asumir su nombre artístico. Por fin había caído de verdad a la Tierra, y le gustaba lo que había encontrado ahí.

Sus últimos tres años, sin embargo, fueron un período de creatividad extraordinariamente fértil. En 2014, empezó a trabajar en otro disco, aun mejor, Blackstar, mientras colaboraba con la producción de un musical off-Broadway, Lazarus, basado en sus canciones viejas y nuevas. Pero tenía un secreto más: mientras Bowie se enfocaba en estas últimas creaciones, estaba luchando contra un cáncer (de hígado, según un amigo). Murió el 10 de enero, dos días después del lanzamiento de Blackstar, y un mes después del estreno de Lazarus. Su muerte ocasionó un tipo de dolor de escala global que no se veía desde las muertes de Elvis Presley y Michael Jackson.